jueves, 3 de noviembre de 2011

Hambre



Con la poca ropa que tenés caminás buscando tu alimento. Hace frío pero tu piel ya no lo siente. Te das cuenta por la nieve gris a los costados de la calle. Esa calle que ahora es tu casa. Y la noche que ahora es tu día. Tu voz incontrolable es como un lamento que vaga en la oscuridad. El hambre es lo único que te mueve. Si tenías un nombre lo olvidaste hace tiempo. Un tiempo que tampoco podés precisar porque tu pasado es como una nube densa y lejana y oscura que muy de vez en cuando se disipa.  
Tenés hambre y querés arrancar los pedazos de carne y sentirlos en tu boca. Quizá es por eso que se alejan. Y que otros te atacan con antorchas y escopetas y pánico. Y que hasta algunos no te ven o fingen no verte. Con el tiempo aprendiste que el mejor momento para el ataque es la noche. La noche es cuando más caminás. La noche te protege. Y ahora es de noche y estás en una plaza y hay alguien que no te ve o finge no verte. Te acercás arrastrando las piernas con los brazos abiertos y en alto. Las muñecas levemente inclinadas dejando que los dedos caigan. Caminás como una marioneta sostenida por una invisible mano gigante. La boca abierta y chorreando baba. El cuerpo helado como la temperatura ambiente. Y el hambre. Lo peor de todo es el hambre. Eso es lo que te domina y descontrola. Lo tenés ahí parado y de espaldas. Tu cuerpo se arrastra en silencio. Tu garganta no emite ningún sonido que pueda ahuyentar a la presa. Cuando tus manos lo toman por sus hombros tu boca se abre y suelta el grito que venía censurando. Pero la presa es rápida y no entendés cómo pero caés de boca al suelo. Desde esa perspectiva podés ver los pies del hombre alejándose por la plaza a toda velocidad.    
Al rato tu cuerpo se levanta otra vez. Siempre se levanta otra vez.  
Seguís vagando por la noche. Lo malo de no comer es que cuanto más hambre tenés más fuerte gritás. Y si gritás ellos te escuchan y se alejan. Y entonces las que se acercan son las máquinas recolectoras. O los cazadores. Ahí es cuando tu cuerpo huye y tenés que esconderte. Y entonces no comés. Es malo no comer. Sabés que tenés que comer para seguir. El cuerpo te lo pide y por eso se mueve solo. Es desesperante pensar por vos mismo y que tu cuerpo no responda. Al principio te volviste loco pero después te acostumbraste. Eso sí te lo acordás. O al menos lo sentís. Es raro. Los recuerdos a veces afloran como sentimientos de angustia o hambre o dolor. Chispazos de recuerdo son. Aunque hay días donde te acordás de todo y querés volver a ser el dueño de tu vida. Pero las ganas duran poco. Ahora hay una división entre cuerpo y mente. Un abismo que separa. Una división irreconciliable como el día y la noche. Y aunque no querés tu cuerpo se mueve solo. Y cuando vas gritando por la calle en la noche ellos te escuchan desde sus casas y bajan las persianas y vuelvan al famoso programa de los striptease benéficos. Todavía podés recordar cómo te calentaba ese programa. Pero ahora estás frío. Muy de vez en cuando te vienen recuerdos tan nítidos como el del programa de los striptease benéficos. Tetas redondas y bailes y luces. La gente llamando desesperada para ganarse el premio en efectivo y de paso ayudar. A veces tu cuerpo deja de caminar y recordás y con el recuerdo creés dominarte. Pero cuando te querés seguir acordando ya te largaste a caminar otra vez entre negocios que cierran con doble cortina de metal. Entre restaurantes y bares y cines que tienen estacionamientos privados. Porque todos se mueven en sus autos con blíndex y avanzan por las avenidas autorizadas y monitoreadas. Las otras calles son oscuridad y silencio. Ya casi no se ve gente de noche. Sólo suicidas o saqueadores o ese grupo de los que no ven o fingen no ver. Hay veces que los suicidas salen a mitad de la noche echándose a correr por las calles desnudos. Gritan buscando una muerte que ellos creen liberadora. Por lo general son fanáticos religiosos que buscan morir para vivir en nosotros. Es así cómo le dan sentido a sus vidas. Los escuchaste decir eso más de una vez mientras los tenías en el suelo desnudos y entregados. Y tu cuerpo comía sin importarle nada. Pero vos escuchabas. 
Ahora hace mucho que tu cuerpo no come. Te das cuenta por los gritos que salen de tu boca. Ya ni recordás lo que es arrancar un músculo y masticarlo durante un rato.
A veces pensás en la muerte para que todo acabe de una vez. Ojalá fueras como los suicidas. Al menos ellos deciden. Pero vos ya no podés decidir. Ya no sos dueño del cuerpo que te contiene y entonces no tenés más que acompañar mientras el otro camina buscando desesperado su alimento. Ojalá pudieras pararte delante de una de las máquinas recolectoras. Sabés que te entregarías con absoluta fe. Eso si pudieras dominarte. Porque en realidad cuando tu cuerpo percibe el sonido eléctrico de las máquinas comienza a huir. Y ahí el grito no es de hambre sino de miedo. Aunque no sabés si las máquinas son seguridad de muerte y liberación.
En realidad ya no sabés nada.
 En tus noches más optimistas creés que en algún momento alguien podría llegar con la cura. Pero cada vez estás más seguro de que no habrá nada de eso. Te duele pensar que no hay salvación. Y que nadie va a llevarte a un hospital. Para qué si los muertos están muertos. Además con todos los que son saldría más caro que una guerra. Por eso la gente vive de noche en sus casas mirando los striptease benéficos.
Y vos en la calle.     
No recordás casi nada de tu vida pasada. Sólo estímulos como la repulsión o la atracción hacia algo. Impulsos que obviamente no dominás. Tampoco recordás bien cómo empezó todo. Tenés una idea cada vez más lejana. Como una pesadilla difícil de olvidar pero que tarde o temprano se olvida. Y entonces no queda otra cosa que el sentimiento del miedo. Lo que sí recordás es que un día te levantaste del suelo y había gente mirándote. Y vos querías explicarles que estabas bien y que no se preocuparan. Pero querías hablar y te salía una voz llena de un odio que desconociste. Ellos se alejaban caminando de espaldas sin dejar de mirarte. El miedo de ellos era tu miedo. Te acercabas y se alejaban. Hasta que alguien disparó con todo el odio de su arma y caíste al suelo otra vez y vos y todos pensaron que era el fin. Pero no. Tu cuerpo se levantó solito. Hubo otro disparo. Y otro. Y querías llorar de tantos disparos y tanta violencia. Pero en vez de llanto te salían gritos infectados de odio y violencia. Crecía el miedo de ellos y crecían tus gritos de odio.
Seguís arrastrando los pies por el asfalto húmedo. Tenés los zapatos rotos y la ropa hecha girones pero no te importa. No sabés cómo es tu cara porque hace rato se prohibieron los espejos en la ciudad. Comenzaron a prohibirlos cuando una noche alguien vio su propio reflejo en la lejanía y corrió para finalmente estrellarse contra su propia soledad. 
Seguís arrastrando tu mugre y tu hambre y tus heridas que jamás van a cerrar. Bajás por un boulevard de casas antiguas. Un empedrado resbaloso. Un calle envuelta en brumas. De tanto pensar no te diste cuenta cómo llegaste hasta ahí. Ni cómo ni por qué. A lo lejos alguien se mueve. El hambre pone en guardia a tu cuerpo que camina con dificultad por el empedrado. Bajás la calle sin emitir ni un sonido que te delate. Estar al acecho es lo único que calma tus gritos. Tu boca chorreando saliva y los brazos en alto. Una violencia y un hambre infernal te mueven. Doblás la esquina y ves la casa de dos pisos con ladrillo a la vista. Por una de esas ventanas del segundo piso solías mirar hacia la calle mientras los autos pasaban en la noche. Pero ya no pasan autos. Por ahí sólo desfila esa bruma densa y el silencio. Y ella. Ella que ahora intenta abrir la puerta de madera verde que vos mismo pintaste. Se le caen las llaves al suelo. Las junta y ves cómo tiemblan sus manos. Te estás acercando. Se da vuelta y te mira y grita un nombre.  
Cuando te querés acordar del nombre tu cuerpo ya se abalanzó sobre ella. Mordés con furia su cuello. Al principio tus dientes resbalan sobre su piel fría. Nunca es fácil el primer mordisco. Ella se queda quieta. Es como si se dejara. Y entonces mordés más fuerte y tus dientes rompen al fin los tejidos. La sangre caliente se esparce por toda tu boca. 
Ella llora. Se deja.
Y le pasás todo tu dolor. Tu dolor y tu hambre y tu muerte.   

Por, Jose Supera


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